Venezuela: la ruptura entre la sociedad y el Estado

En agosto, se afirma con frecuencia, entramos a otro país. A partir de las elecciones y su resultado fallido, se abre entonces un nuevo capítulo de la crónica crisis nacional

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Como tanto se comenta en conversaciones coloquiales, el anuncio oficial de las pasadas elecciones presidenciales deja a los venezolanos habitando una realidad desconocida. La población ha quedado estupefacta frente al CNE, frente al Plan República, frente al TSJ y frente a la institución de la Presidencia de la República.

Algunas de las coordenadas tradicionales de los entornos postelectorales, que ya venían en franca decadencia en Venezuela, han conocido una siniestra metamorfosis. La propia celebración de unas elecciones para a ser, a futuro, un evento que quedará en veremos en materia de pertinencia y utilidad si se consolida el actual estado de cosas.

Los líderes del chavismo reivindican la victoria, pero no celebran. La nación olvidó que aquel 28 de julio, día de las elecciones, fue el cumpleaños 70 de Hugo Chávez. En el lenguaje del gobierno lo que predomina es la amenaza: denuncias de sabotajes, conspiraciones, guerras fascistas, ultraderecha criminal.

“Pido respeto a la Constitución, a los poderes públicos, y a la vida soberana de Venezuela”, dijo un Maduro no tan festivo al día siguiente de ganar. “Respeto a la voluntad popular. Hay que ver qué país del mundo, después de recibir 930 sanciones criminales, de haber sufrido lo que hemos sufrido, se atreve a convocar elecciones”.

Este es un contexto político desconocido: unas autoridades electorales dejando mucho que desear con su procedimiento; unas instituciones constituidas en el pináculo del descrédito; pocas cifras al detalle luego de anunciar un ganador; ningún cotejo de datos; ninguna auditoría; ningún crédito internacional que valga la pena destacar. Explicaciones pobres e insuficientes. Se nos pide que creamos sin ver.

Desde el poder, los argumentos sobre el desenlace del resultado electoral son invocados sin conocer justificación de ninguna clase. Las mentiras se entrelazan en un tallo con las verdades y las verdades a medias, alimentando un entorno adulterado, sobre el cual, a veces, no es sencillo asentarse en certezas.

Las autoridades y el gobierno reprimen con una intensidad desconcertante, dejando paralizada la indignación. Con la Furia Bolivariana como estatus, cualquiera que se descuide podría ir preso. Como nunca en Venezuela en al menos 70 años, se impone el miedo. El chavismo ha visto perdida su partida, y ha decidido dirimir el problema sacando una pistola al resto de los jugadores.

La imparcialidad política de las Fuerzas Armadas, la calidad de los resultados electorales. La alternabilidad en el mando como conquista de la ciudadanía, que ahora es un tabú. El voto, con su tradicionalmente honesto y brutal veredicto, en la cual se asienta el criterio de la soberanía nacional. Fueron certezas de la vida venezolana que se venían agrietando en medio del desgaste de la polarización política, conforme la revolución bolivariana fue perdiendo arraigo y autoridad entre la población.

Ahora son la expresión del fracaso de un proyecto de Estado y la traducción de una circunstancia impuesta, indeseada para la mayoría de la población, que amenaza con volver crónica la naturaleza disfuncional de este país.

La sociedad venezolana, que ha venido cambiado de fisonomía con la cocción de la crisis, y a lo largo de la campaña electoral, dio reiteradas demostraciones de que está lista para el cambio político en paz, está constatando que tal cosa es una especie de delito para los organizadores de la consulta electoral del pasado mes de julio.

En agosto, se afirma con frecuencia, entramos a otro país. A partir de las elecciones y su resultado fallido, se abre entonces un nuevo capítulo de la crónica crisis nacional, un pulso que luce bastante desigual: la demanda de Edmundo González Urrutia para que le sea respetado su resultado electoral, junto a las mayorías nacionales; y el empeño de Nicolás Maduro y la fuerza bruta del estado chavista para que el país le crea a ciegas que ha ganado las elecciones.“Hágase a un lado y haga posible la transición a una democracia”, ha declarado hace poco Edmundo González Urrutia a un amenazante Nicolás Maduro. “Es momento de respetar la decisión del pueblo. Cada día que se entorpece la transición los venezolanos sufren, en un país en crisis y sin libertad. Aferrarse al poder sólo agudiza el sufrimiento de nuestra gente”.

La ecuación está servida: las fuerzas democráticas, con la aplastante mayoría de la población atrás, convencidas de su victoria, persuadidas de que este puede ser el último autobús de las libertades públicas. El chavismo, atrincherado en el poder con Nicolás Maduro, seguramente consciente de que ahora es una minoría frente al descontento, esperando mejores tiempos para intentar reconectar al país con el ideal de la revolución bolivariana.

Este capítulo subsecuente de la crisis venezolana, que en ocasiones tiene sabor a desenlace, se desarrollará en los meses que siguen con el dramatismo que hemos apreciado en estos días. Son dos tendencias crecientes de carácter opuesto: la impopularidad del gobierno frente a su férrea determinación de quedarse al mando. El cierre simultáneo de las dos compuertas es lo que expulsa a la población a emigrar.